domingo, febrero 13, 2011

CON AIRE DE AYER

Con aire de ayer

Ciro Bianchi Ross • 12 de Febrero del 2011 20:21:50 CDT

Había muerto un hermano del actor cubano Guillermo Álvarez Guedes y en
la puerta de la funeraria Caballero, en la calle 8 esquina a la
avenida 27, de Miami, conversaban amigablemente Antonio Prío, ministro
de Hacienda en uno de los gabinetes presidenciales de su hermano
Carlos, y Max Lesnik, ex presidente de la Juventud Ortodoxa, cuando
una vieja seguidora de la prédica de Eduardo Chibás se acercó a los
dos hombres a fin de increpar con dureza a su antiguo compañero de
partido.

—Parece mentira, Max Lesnik, que te rebajes a conversar con este
bandido… Parece mentira, Max Lesnik, que hayas descendido a tanto.
¡Qué diría Chibás si te viera con este ladrón!

—¡Ladrón yo! ¿Y por qué? —adujo con presteza el también candidato a la
Alcaldía habanera en las elecciones parciales de 1950, que perdió
frente a Nicolás Castellanos.

—¿Y todavía lo preguntas? No me digas que no recuerdas los billetes
que con el pretexto de su mal estado mandaste a recoger en tus días de
Ministro para incinerarlos y que fueron a parar a manos de unos
cuantos privilegiados. ¿A cuánto ascendió aquel negocito, Antonio?
¿40… 45 millones de pesos?

—Nada de 45 millones… Eso es una exageración —respondió Prío con cara
de yo no fui, y (verdad o mentira) precisó: Aquello no llegó a los
cinco millones de pesos… Cuatro millones y pico, si acaso.

—Aunque hubieran sido 20 pesos… ¡El caso es que se los robaron y tú
fuiste el máximo responsable! —expresó la señora con el convencimiento
de que decía la última palabra. No contaba con que Antonio, al igual
que sus hermanos, era hombre ingenioso, de rápidas respuestas y agudo
sentido del humor. El ex ministro no se sentía aplastado por el
sermoneo. Dijo a su vez:

—¿Puede decirme usted, señora, cuántos habitantes tenía Cuba entonces?

La mujer pareció retroceder ante la pregunta intempestiva. Respondió al fin:

—Pues no sé con exactitud… Unos cinco millones tal vez…

—Éramos cinco millones de personas y los billetes que no se
incineraron sumaban, más o menos, cinco millones de pesos. Eso quiere
decir que tocábamos a un peso por cabeza, ¿no? —dijo Antonio Prío, y,
sin transición alguna, extendió a la mujer el dólar que había sacado
de uno de los bolsillos de la chaqueta. Añadió:

—Señora, aquí tiene su peso. Tómelo y déjeme en paz.

Ferrara y la Constitución
Transcurre una sesión de la Cámara de Representantes en el entonces
recién estrenado edificio de Oficios y Churruca. Preside el liberal
Orestes Ferrara y los ánimos se encrespan ante las pretensiones y
demandas de la oposición conservadora. Al aventajado italiano, que con
la presidencia de la Cámara ha alcanzado el máximo escalón que por la
vía electoral permite la Constitución de 1901 a un extranjero, lo
abruman en esta mañana los discursos de los diputados oposicionistas y
hasta los de su propio partido. Es un as en las lides parlamentarias,
un orador brillante y un polemista temible, pero tiene ganas, como
pocas veces en su carrera, de que la sesión cameral llegue a su fin
para poder irse tranquilamente a casa. Eso hace que pase por alto,
como si no los viera desde su estrado, los pedidos de palabra que
hacen algunos de los diputados.

Uno de ellos —conservador—, que ha solicitado con insistencia su
derecho a intervenir en el debate, se pone de pie y, visiblemente
irritado, se dirige a la presidencia.

—Señor Presidente, tomé la palabra para plantear, desde luego, una
cuestión de orden, pero deseo que antes usted me responda una cuestión
de forma… ¿Tengo yo derecho a hablar ante este ilustre cuerpo
colegislador o no tengo ese derecho? ¿Soy yo un representante a la
Cámara o no lo soy?

Ferrara parece confundido. Hace como quien va a excusarse por no
haberle concedido la palabra al sujeto, pero cambia enseguida el rumbo
de su respuesta.

—Claro que es usted un legislador. Pero a la verdad no debería serlo.

—Quiere explicarme el señor Ferrara qué me está queriendo decir. ¿Cómo
es eso de que en efecto soy un legislador, pero que no debería serlo?
—inquiere el aludido.

Ferrara contesta con aplomo. A lo largo de su muy larga vida —vivió 96
años— pareció tener siempre la palabra precisa, la respuesta oportuna
para todo.

—Pues le diré. Es usted representante a la Cámara por La Habana. Eso
es indiscutible. Pero no debería de serlo porque la Constitución de la
República establece que se elija a un diputado por cada 25 000
habitantes o fracción mayor de 12 500 y estoy convencido de que La
Habana no tiene tantos bobos como para contar con una representación
en el Parlamento.

Grau y los ministros
El doctor Ramón Grau San Martín, presidente de la República entre 1944
y 1948 —lo fue antes entre 1933 y 1934— tenía una forma peculiar de
remover a sus ministros y colaboradores principales. Jamás les hacía
un conteo de protección ni una advertencia, pero tampoco les anunciaba
de sopetón que cesaban en el cargo, sino que se los insinuaba como
quien no quiere las cosas. A algunos el cambio los cogía de sorpresa.
No habían sabido leerlo en la chispa maliciosa de los ojos del Viejo
ni supieron derivarlo de su lenguaje epigramático.

A Alejo Cossío del Pino lo designó ministro de Gobernación (Interior),
pero el titular, que lo fue por menos de seis meses, no tuvo nunca el
favor presidencial. Una mañana en la que examinaban cuestiones de
rutina de la cartera de Cossío, el mandatario cambió el curso de la
charla.

—¿Qué le parece a usted, Cossío, la entrada de Núñez Carballo al gabinete?

El aludido dio una opinión positiva. Precisó que le parecía un acierto
la entrada al Consejo de Ministros de un hombre proveniente de las
filas del movimiento obrero (gubernamental). Ingenuo que era Cossío
del Pino. No le cabía un alpiste porque pensaba que el Presidente
tomaba en cuenta su opinión y Grau lo que hacía era anunciarle su
desgracia.

—¿Y conoce personalmente a Núñez Carballo?

—No, doctor, no lo conozco, pero me gustaría.

—Claro que le gustará conocerlo y apresúrese en hacerlo, porque es él
quien lo va a sustituir.

También seis meses como ministro de Educación estuvo Diego Vicente
Tejera, quien ocupó esa secretaría cuando Grau obligó a renunciar al
pedagogo Luis Pérez Espinós; despido injusto después de una labor
ingente al frente del departamento en una época en que la educación no
era prioridad de los gobernantes.

Un lunes de mañana, Tejera entró al despacho presidencial luego de dos
horas de espera. La prensa le apodaba el ministro fantasma. Nunca
acudía de día a la sede del ministerio; solo en horas de la noche.

—Dieguito, la oposición nos ataca. Dice que te tenemos a ti en
Educación solo para repartir puestos. Hay que rectificar —afirmó Grau
e hizo una pausa. Retomó el hilo de sus palabras y se refirió al
inciso K de la ley de presupuesto, por donde salían no pocos pagos
indebidos. Sentenció Grau: Hay un sobregiro en este acápite.

—Lo hay —respondió Dieguito—. Pero con las cesantías que dicté nivelé
el presupuesto. En cuanto a los ataques oposicionistas, puedo mostrar
la vasta relación de medidas que tomé en el orden docente. No todo ha
sido política. El curso escolar terminará como es debido y si algún
problema existe es el de la Escuela Normal para Maestros porque usted
decidió ofrecer personalmente la solución.

—Sí, Diego, está bien… pero qué te parece un cambio para dentro de unos meses.

Diego Vicente se iluminó en ese justo momento. Se le encendió la
chispa. Un cambio. Precisamente de eso se trataba. Respondió, rápido:

—Perdón, doctor, yo estaba confundido. Creo interpretar sus
intenciones. No puedo permanecer en el ministerio por más tiempo luego
de saber que usted está intranquilo. Creo que lo mejor es renunciar
ahora.

Grau escuchó con satisfacción las palabras de su subordinado. Él
quería que renunciara, pero en definitiva no le había pedido la
renuncia.

—Bueno, Diego, haz lo que tú quieras.

A Diego Vicente Tejera lo sustituyó José Manuel Alemán. No todos los
cambios en el gabinete grausista, sin embargo, eran para empeorar. Un
acierto, sin duda, fue la sustitución del ingeniero Gustavo Moreno
Lastres por el también ingeniero José San Martín Odría en la cartera
de Obras Públicas, que se reveló como un funcionario eficiente y cuyas
realizaciones fueron reconocidas por simpatizantes y opositores, si
bien se le reprochó que todas las obras que llevó adelante las
adjudicó directamente, sin sacarlas a subasta.

Grau quiso acometer un vasto plan de obras públicas, que ejecutó en
buena medida antes de su salida del poder. Gustavo Moreno, que ya
había colaborado con él durante el Gobierno de los cien días, no era
el hombre adecuado para llevarlo a cabo. Llovían las quejas contra
Moreno. La prensa lo acusaba de dirigir la política del ministerio con
el fin de conseguir un acta de representante a la Cámara para su hijo
Néstor, alto empleado, por otra parte, de esa dependencia. Tan
concentrado estaba el Ministro en ese y otros asuntos políticos que ni
él ni sus colaboradores atendían adecuadamente los planes
constructivos del Gobierno.

Grau decidió actuar y lo hizo en pleno Consejo de Ministros.

—Moreno, parece que muchos de sus colaboradores no tienen deseos de
trabajar. Si esto se lo manifiesto como Presidente, como médico le
digo que lo he estado observando y lo noto pálido y cansado. Créame
que no lo veo nada bien… Luce agotado. ¿Por qué no se toma un
descanso? No tenga pena ni se sienta atado por los compromisos…
Descanse, la salud es lo primero.

Moreno, sintiéndose blanco de todas las miradas, enrojeció de
vergüenza y atinó a musitar que lo pensaría. Renunció poco después.

Pronósticos
Este escribidor no cree en las brujas. Pero las brujas existen.

El 31 de julio de 1973, María Elena Ros, una santera cubana
establecida en Miami, llamó por teléfono a la periodista Ana Arias y
dejó dicho en su contestadora: «Acabo de tener una revelación…
Fulgencio Batista morirá después del 3 de agosto de este año. Cuando
eso pase, ustedes pueden llamarme a mi casa…». El ex dictador, en
efecto, falleció tres días después de la fecha indicada.













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Ciro Bianchi Ross
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